La muerte de Eulogio Morales
fue toda flores…
Temblaba, las manos le temblaban frente a la pluma. Una gota de sudor frío descendía por su cara. Tuc. Caía en el papel amarillento. Pero en su abstracción eso no sucedía. Al menos no parecía importarle; estaba por fin ante el principio del plan maestro, comenzaba el objetivo de su vida entera. Escribía la carta de despedida y el testamento.
Todos los bienes que con arduo trabajo he obtenido a lo largo de mi vida, para Aurelia, comenzaba. Junto a ella construimos una vida humilde, sin lujos pero no faltándonos nunca el alimento. Uno de mis objetos más preciados es la herencia de mi padre, el azucarero de Luis XVI, quiero que mis hijas lo guarden y llegado el momento se lo dejen a sus propios hijos. Mis objetos de aseo personal, dispútenlos con raciocinio. Nunca llegó al dinero, que lo había reservado hasta el último centavo para su jubiloso funeral. En la búsqueda de lo perfecto, había encontrado una empresa que los maquillaba como si vivieran, ofrecían ojos abiertos, pero él pensó en el susto de Aurelia, de las chicas, y descartó la idea. Los labios suavemente pintados, eso sí. El pelo reluciente y las uñas prolijas. Un manto de seda color marfil lo rodearía. Puro y exultante. Y se acordó de su primo, quién murió violentamente, en manos del enemigo. En medio de aquel funeral, comenzó a brotarle sangre de su cabeza, que rápidamente tiñó de rojo, más tarde de borravino, la vulgar tela blanca que lo envolvía, acurrucándolo en la muerte desconocida y cruel. A él no podría pasarle algo así, no sólo por el lujo que rodearía la ceremonia, sino porque moriría de la manera menos dolorosa, más sutil. Ni él se daría cuenta. Habría músicos tocando Kyrie Eleison del último réquiem de Mozart. Y el reiría, reiría flotando en el aire, mirando los rostros de los presentes, atormentándolos, si así pudiera, con sus flamantes dotes de fantasma. Qué le había pasado. Porqué esa crueldad y furia repentina. El reiría, transformado su rostro. Adivinaría cada gesto, cada letra en sus cabezas. Y por fin, conocería los secretos más profundos de Aurelia.
Además, la empresa ofrecía canapés a los invitados, pancitos con salsa inglesa, mantelería incluida. Los ataúdes variaban desde personalizados, a gusto y placer del fallecido, a los tradicionales de madera de ébano. Los souvenirs estaban incluidos en el servicio: para el caso serían un caballo negro. Globos verdes oscuros harían juego con las cortinas. Negro y verde serían los colores que vestirían cada partícula del convite, hasta la ropa de los mozos. Salón fumadores, por supuesto. Su foto con gesto altivo cubriría una pared entera, podrían recorrer cada centímetro de su rostro a paso tranquilo. Y no sería cualquier foto. La imagen debería explicar a los comensales, seleccionados con minuciosa y cruel dedicación, porqué son parte del convite. Allí, estúpidos, por fin entenderán.
Mi funeral, oh sí, será colosal, armonioso y brutal. Todos se sentirán a gusto. La frontera entre la vida y la muerte será pequeñísima, invisible. Ellos y yo; ellos reirán, pero con culpa, a fin de cuentas y aunque de ratos lo olviden, estarán en un velorio, nada menos que el mío, Eulogio Morales. Yo reiré con total desparpajo, exonerado de cualquier realidad, que ya no podrá tocarme.
Que la música no los confunda. La alegría que sentirán, esa tonta y fugaz alegría que emerge del encuentro con los demás, será ideada y tendrá dueño: yo. Ninguno de ustedes imaginó jamás que Eulogio Morales, el silencioso y sutil hombrecito, se interpondría entre su voluntad y su sentimiento. “Oh, se murió Eulogio, el gran Eulogio”, dirán temprano. Un lamento lastimoso, y después arrogarse las vivencias compartidas; qué quién fue el último en saludarme, y qué yo lo vi antes de ayer, y la puta que los parió a todos. Bienvenidos, pasen por aquí, ahora traemos el café. Pueden tomar pañuelos de aquella mesa.
¿Te acordás cuando se le enganchó el mantel? Estábamos en casa de los Quintana. Pobre, qué momento incómodo. Mientras todos se reían nerviosos, Eulogio levantaba las tazas rotas, el azucarero de porcelana, los saquitos usados del té de las cinco. Nosotros fuimos los únicos que lo ayudamos, bueno, después de reírnos un poco, nosotros y algunos más nos pusimos a levantar todo. Sí, me ayudaron a levantar los vestigios de esas tardes tediosas, ¿se acuerdan? ¡Ay Eulogio!, siempre regalando una anécdota a tus amigos. Qué hijos de puta.
¿Y cuando dijo que a los filósofos les hacía falta más putas y menos esposas? ¡Estaba Horacio que recién sacaba su libro! ¿Como se llamaba? ¿«La vida del mal»? ¿Te acordás como se puso? Nunca lo había visto así. Pero lo perdonó sin que Eulogio se lo pidiera, porque Eulogio era un poco así, era inteligente a su manera, y lo entendíamos. ¿Y cómo es ser inteligente a mi manera, Estelita? Es que ustedes nunca me entendieron, ustedes se conformaban nadando en las tacitas de porcelana traídas de Uruguay por Horacio y Adela, yo, en cambio, me sumergía en lo profundo, y allí me encontraba solo. Cuando yo les hablaba de trascender hasta el filósofo se reía. Trascender de alma en alma, dejar un poco de mí en cada persona que conocía; un gesto, una idea, un aroma, eso es la inmortalidad. Esa simpleza que hurgaba un poco más allá, era motivo de sus burlas.
Eulogio, para trascender tenés que ser alguien importante, conocido y reconocido - que no es lo mismo-, un doctor prestigioso, un Nóbel, un compositor; vos hablas del recuerdo en los seres cercanos, dejar tu mínima huella calando lo más hondo posible en tus hijos, tus amigos, en tu gente. Trascender es una aspiración que no tiene asidero ni concordancia con ninguno de nosotros.
Ay Eulogio, ¿porqué te fuiste tan temprano?- se lamentará Aurelia mirando mi cuerpo duro y frío. Vení Mamá, vamos a tomar aire…
Tu padre… tu padre era un hombre fuerte, trabajador, perseverante. Tengo sus cartas guardadas. Veinticinco cartas le llevó detener mi casamiento con otro hombre. En ese entonces era muy difícil oponerse a la decisión de los padres, sin embargo yo lo hice, por Eulogio, por mí. Y después de un tiempo yo quedé embarazada y nos casamos, pero él nunca estuvo seguro de mi sentimiento, él era muy difícil de convencer. Si supiera tu padre cuánto lo amé…
Lo sabe, mamá.
Pero esas charlas serán cortadas por el personal de la empresa, que invitará a los presentes a sentarse en las finas sillas frente a un atril, desde donde un hombre, con voz grave y monótona, leerá el mensaje que le he dejado a cada uno de ustedes. Silencio. Profundo silencio de muertos y vivos. La tensión que flota en el aire llega desde mis huesos fríos y débiles. Las cortinas se mueven al compás del viento que entra del afuera, de un lado al otro, izquierda a derecha, suavemente, hasta que irrumpe en la sala el sonido terrible de la voz grave y monótona del hombre. No titubea mientras va leyendo uno tras otro los mensajes, en un ritmo perfecto, acorde por acorde, como un péndulo eterno que nos condena a oír lo que no queremos; Horacio, Estela, Carmen, Antonio. Y así. Ustedes, Paloma, Martín, Adela, todos ustedes están conmigo en esta caja reluciente y onerosa. Caminan todos por la palma de mi mano abierta y pálida…
Eulogio escribía rápido pero por más que se apurara no le ganaba a su mente que urdía sin descanso el ansiado día. Desde pequeño sabía que su final sería grande, multitudinario, inolvidable. Que su historia sería relatada durante generaciones; los hijos de los hijos de los hijos de los hijos sabrían quién fue y cómo murió, ¡y cómo murió!, Eulogio Morales.
Pero la consumación de este hecho le habrá llevado toda su vida. Una vida pensada para la muerte, el sacrificio del mundo para la dama gris.
Luego de los mensajes, los invitados comienzan a mirarse entre sí, inquietos, como buscando el sentimiento más íntimo del otro. Rápidamente comprenden que atraviesan un sentimiento hermano, imponderable. El gesto de sus miradas muta de la sorpresa a la convicción más firme. Primero Horacio, lo sigue Carmen y Adela. Uno a uno van quebrando su postura, todos mis erguidos y finos amigos caminan ahora como simios y se dirigen al único objetivo posible: yo. Se escucha una risa histérica en la sala, era la risa de Martín, que tomando mi mano y llevándosela a la boca, mira a Paloma, que hace lo mismo con mi pie derecho. De un segundo a otro, el féretro está rodeado. No tardan nada en desnudarme por completo, las bestias carroñeras arrancan cada pedazo de lo que fui, el cuerpo muerto es el banquete. Sus dientes sostienen mis carnes, ya nada queda de vivo color, todo es amarronado e inerte. Ellos clavan sus garras como aves rapaces, el cordero es violentado en su lecho de muerte. Paloma, la fina y delicada Paloma es quien arranca de un mordisco mi sexo, y Carmen se relame con un pedazo de muslo en la boca. Antonio, quién lo diría, tiene mis dos bolas en el fondo de la garganta, así, sin masticar. De repente –y esto no lo avisaban en la venta del servicio- un mozo furioso corre y se tira encima de lo que queda, haciéndose lugar entre las otras bestias. Nadie detiene a nadie. De fondo suena el Réquiem desafinado por la ausencia de un violinista que, furioso, devora mi pantorrilla. Y en la superficie, un salvaje desquiciado me arranca un ojo, para tirarlo por el aire y verlo rebotar en el piso reluciente. Un ojo, una bolita, lo mismo daba con ese cuerpo aniquilado por las bestias, los comensales, los invitados al inolvidable funeral de Eulogio Morales. Y pensar que el jodido hijo de puta era yo.
09 '11