Es que creer en Fidel es necesario Morell, como
quien deja de buscar pelos al huevo – decía
Raquel con las manos inquietas, pitando una y otra vez. Y yo sabía cómo
terminaban aquellas charlas. Es que ella no soportaba que yo opinara distinto,
consideraba la amistad, o el amor, como una balanza totalmente equilibrada,
como X igual a X. Al segundo mes de convivencia supe que su terquedad podría
más que cualquier sensatez, por lo que me incliné a la resignación, a la
sonrisa suave, a tomarle una mano y acariciarla mientras ella se encendía con
cada palabra, revoloteando su mirada en mí, en la ventana, en el cuadro del
Che.
Durante cinco
años la deseé como a nadie, pero de una manera que Raquel ni siquiera sospechó. Me creí el cuento del buen enamorado, con óptimos resultados. Noches
y noches de lecturas, whisky, Tiersen y cigarros. Ella iba por ahí, y a mí me
quedaba exacto.
La fortaleza de la isla, el empeño del viejo, y la
mierda que nos rodea, yo lo necesito Morell, yo creo en Fidel. ¿Por qué me
miras así? ¿Vos no? ¿Desde cuándo pensamos distinto nosotros? Era el momento, le tomé la mano, le acaricié los dedos largos, y
la besé con los ojos. Decime, Morell.
Entonces la llevé a la cama.
La amaba
tanto, pero no pude enseñarle a aceptarme, aceptar cualquier otro. Mis tácticas
fueron estrategias de evitar cualquier enfrentamiento cotidiano. Eso de
amoldarse no iba para Raquel, pobrecita, Raquel.
La consentía,
hace poco puedo decirlo. Es que decirlo y aceptarlo, es saberme en parte
culpable. Cuántos repasadores quemó porque yo nunca le dije lo peligroso de
dejarlos cerca de la hornalla, pero ella se reía, y mi reto era la sonrisa
suave, morderme el labio entre la sonrisa suave. Y ella se reía más, porque le
gustaba mi complicidad o el reto-sonrisa. No me pueden culpar por haberme
enamorado. A fin de cuentas, mi aporte fue de enamorado.
Dejé que
llevara a Tobías, el perro, al casamiento de mi hermana. El animal, que vivía
encerrado en un departamento, corrió por todo el salón, apenas pude convencerla
para que lo dejemos afuera. Cuando el sol se entrometió en la fiesta salimos a
buscarlo, pero sólo encontramos los destrozos que Tobías había hecho en el
cuidado parque, en los finos canteros, en las nomeolvides, y de él, ni rastro.
Raquel lloró todo el camino a casa, y repetía “a Tobías Dos te juro que lo cuido, qué estúpida que soy”. Pero a
Tobías Dos se lo llevó con ella al mercado y lo pisó un auto. ¿Qué podía hacer
yo? Dejé pasar un mes y le traje a Tobías Tres, pobre Raquel.
El día que nos
mudamos estaba tan feliz, tan hermosa. Teníamos una cama, un sillón y una radio
con pasa cassette. Nos sentamos en el piso con café y un atado, decidimos que
así sería la inauguración. El café nos desveló, de manera que a las tres de la
mañana salí a comprar cigarrillos, y unos chocolates. Era invierno. Raquel se
quedó descalza en el balcón. Cuando me vio cruzando la calle me gritó que no
olvide los preservativos, pero yo los olvidé. Esa noche quedó embarazada. Qué
te hice Raquel… una nena y una nena.
Te arrancaron
de mis brazos. Era miércoles, yo había llegado hacía un rato. Vos estabas con
la panza, preciosa. Y te llevaron igual, no les importó nada.
De ahí en más
yo trabajo, juego con Ana, como, me baño. Soy una rutina fría. Pienso que sin
vos no podría hacerlo, pero allí estás, todos los días, descalza en el balcón,
y sabés que estoy ahí, espiándote, atrás del álamo. Ana sólo te ve los sábados,
y vos le sonreís, como hacías con cada niño, con cada perro en la calle. Estás
flaca, pálida, tus ojos se apagaron. Pero yo te amo tanto, Raquel. Yo voy todos
los días a espiarte, y me ves. Los sábados tomamos el té, hasta que vos te
aburrís y seguís al muchacho de pelo largo. Decís que él es el papá de tu
muñeca. Y yo los miro mientras se alejan por los pasillos celestes, de la mano
y en pantuflas.
P.S.P.
Octubre ’09
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